Aunque la Comunicación No Verbal nos acompaña desde nuestros albores como especie, hasta mediados del siglo XX no se publican los primeros estudios científicos plenamente dedicados a este tema.
A partir de los años 50, gracias en gran parte al valioso «Colegio Invisible» o Escuela de Palo Alto, la comunicación no verbal salta a la palestra pública y centra el interés de los investigadores. Entre los pioneros de ese salto estuvieron el antropólogo estadounidense Ray Birdwihistell (con su libro Introduction to Kinesics, 1952); el psiquiatra suizo-estadounidense Jürgen Ruesh y el fotógrafo Weldon Kees con su frecuentemente citada obra «Nonverbal Communication», de 1956, y otro antropólogo norteamericano, también miembro muy activo de la Escuela de Palo Alto, Edward T. Hall, el creador de la ciencia de la Proxémica.
Mucho se ha avanzado desde entonces y llegamos al siglo XXI con la seria y abundante obra del psicólogo estadounidense Paul Ekman, todo un referente en el estudio de las emociones, las expresiones faciales y el «arte» de la mentira, y quien merece -y sin duda tendrá- más de un análisis en nuestro blog.
Pero grandes escritores de diversas épocas se adelantaron con creces a los científicos en la descripción de ese conjunto de indicios y signos sin estructura sintáctica verbal presente en el repertorio comunicativo de todo ser humano. Uno de nuestros preferidos en ese cometido es el maestro de la novela negra Dashiell Hammett.
Participante en dos guerras mundiales, humano lleno de excesos y pasiones, consecuente hasta la cárcel con sus ideas y su defensa de la justicia social, Samuel Dashiell Hammett (1894-1961) nos legó páginas que resisten el paso del tiempo con una vitalidad paradigmática. Y aún más, nos enseñó a mirar más allá de las palabras y sumergirnos en los claro-oscuros de las emociones y motivaciones más escondidas.
Para muestra, un botón. Veamos cómo Hammett describe con sutil ironía la callada presencia de la Comunicación No Verbal en uno de los diálogos de su relato «La Piel Quemada», escrito en 1925 e incluido en el libro «El Gran Golpe»:
«Era una mujer menuda, más bien una muchacha, de la misma edad que la señora Branbrok. Una personita rubia, suave, de ojos bastante grandes con ese peculiar tono azul que siempre sugiere honestidad y candidez, sin importar lo que se oculte tras ellos.
– No he visto a Ruth ni a Myra desde hace dos semanas o más -dijo en respuesta a mi pregunta.
– En ese momento, la última vez que las vio, ¿alguna de ellas dijo algo de marcharse?
– No.
Sus ojos eran grandes y francos. Un diminuto músculo se estremecía en su labio superior.
– ¿Y no tiene idea de dónde puedan haber ido?
– No.
Con los dedos enrollaba un pañuelo de encaje, convirtiéndolo en una bola.
– ¿Ha tenido noticias de ellas después de aquella vez?
– No.
Se había humedecido los labios antes de responder.
– ¿Podría darme los nombres y direcciones que usted conozca y que también traten a las jóvenes Banbrock? (…)
Me dio sin entusiasmo una docena de nombres. Todos estaban ya en mi lista. Por dos veces dudó como si tratase de decir un nombre que no quería decir. Me miraba con sus ojos grandes y sinceros. Sus dedos, que ya no enrollaban el pañuelo, pellizcaban la tela de su falda. No me convencieron por completo sus palabras…»